3 sep 2006

La caída de la esperanza: ‘Apuntes de una lucha en la que ya nadie cree’

México es un país en el que se nos permite soñar, quizás como re-medio para evadir la realidad, quizás como medio para darnos fuerza y seguir adelante, o quizás como única forma de no enloquecer. Nacimos hace siglos como una raza de guerreros, como conquistadores, grandes constructores y pioneros en descubrir los misterios de las estrellas y de la Tierra. Ésa es nuestra herencia olvidada. Al llegar los españoles nos arrancaron sangrientamente nuestro pasado, nuestras riquezas, dejándonos a cambio una herida que aún no cierra y permanece viva en cada uno de nosotros. No podemos quitarnos de encima el “complejo de inferioridad” que nos dejó la Conquista. El país ha sufrido constantes cambios. El concepto de ciudadanos, también. Luego de la Revolución, el imaginario colectivo se ilusionó con una nación de igualdades, donde el desarrollo fuera imparable. Nos equivocamos. En 1968, con una gran fortaleza económica y con una dictadura intolerable, obreros y estudiantes levantaron su voz, y aunque quisieron acallarla con armas, no fue posible. Esa voz aún perdura, lamentablemente sólo es un recuerdo lejano que ya no inspira más que portadas en diarios o notas televisivas, sólo una anécdota. México pugnaba por una nueva Revolución, por un cambio. 1988 lo representaba, ese día estaba destinado, para muchos, a pasar a la historia como el amanecer de un nuevo país. Pese a los pronósticos, la realidad fue otra. Un ataque frontal a la democracia marcó al pueblo, ahora lleno de dudas e incertidumbre. Seis años después, despertábamos con un Chiapas en guerra. Un levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional dejaba en evidencia un sistema político excluyente, ignorante de nuestras raíces que, en su camino a la globalización, ahogaba en la pobreza a millones. El país estaba dividido. Por un lado, estaba el México que anhelaba el ‘american way of life’, sentado indiferente frente al televisor, su realidad era la que le dictaban los noticieros. Por otro lado, estaba el México que tenía la fuerza suficiente para protestar, esa fuerza que le daba el hambre, solitarios en su lucha. Un año más tarde, el espejismo de un país “primer mundista” se desvaneció y millones de personas perdieron su patrimonio. Aquello que habían construido durante décadas de esfuerzo se esfumaba ante una banca despiadada. Muchos quedaron en la calle, otros apenas podían sobrevivir. Mientras, el culpable se escapaba sin ningún remordimiento y total impunidad. El nuevo siglo traía consigo, según los conocedores, las elecciones presidenciales “más democráticas de la historia”, interminables campañas electorales y las ciudades bañadas de propaganda. Fox, Labastida y Cárdenas se vendían como muñecos de acción en todas las jugueterías. Parecía que el país retomaría el rumbo. El dinosaurio se tambaleaba. El día había llegado, el 2 de julio fue la caída de la dictadura, al menos en apariencia. La nación estaba centrada en una figura que cada día cobraba más el aspecto de una simple caricatura política. Los discursos del cambio se olvidaban. La mirada de esperanza en los mexicanos, se apagaba. Operamos con una total pérdida de memoria y conciencia. El conformismo social se construye sobre estructuras mentales complacientes, mutando la condición humana y negando su naturaleza ética. Entregamos la voluntad dejando de lado nuestra conciencia y la capacidad de actuar y pensar. Vamos construyendo la realidad de a poco, adoptando conductas que inhiben la conciencia, conforme se nos ha enseñado desde que nacimos. La sociedad, con sus múltiples cabezas, han creado un sistema extremadamente complejo que no se puede percibir a primera vista. Su articulación en nuestra vida cotidiana está determinada por la creación de valores artificiales y símbolos que justifican la privación de nuestra capacidad de razonar, para así poder encajar. Sin conciencia, el hombre navega a la deriva en un mundo que ya no es suyo. El espíritu ha sido desarticulado lentamente por un estilo de vida, años y años de educación dentro de un sistema del que parece no haber escapatoria, dominado por las macroeconomías. Todo inicia desde la niñez, con uno de los inventos más extraordinarios de la humanidad, “la caja idiota” ya no lo es más, se ha vuelto una caja malévola, un instrumento para infundir terror e incertidumbre disfrazado de programación hueca e insabora, quizás inocente. Porque esas horas dedicadas a la televisión son las que se nos van restando de nuestras vidas. Perdemos vivencias, que son sustituidas por una apatía sistemática. La extrema complejidad del hombre, sus culturas, sus historias de grandeza y sus derrotas, sus tradiciones, es reducida a un “reality show”. Somos autocomplacientes. Los incidentes del 11 de septiembre, del 11 de marzo y del 7 de julio, han mostrado la capacidad que tenemos de matarnos unos a los otros, sin miramientos. Días enteros dedicados a los trágicos sucesos. Un australiano, un japonés o un oaxaqueño se lamentan y sufren igual tras la pantalla. Podemos, mediáticamente, preocuparnos por el terrorismo; sin embargo, las batallas que vivimos cotidianamente -las indígenas chiapanecas en los semáforos, los indigentes durmiendo en las centrales de autobuses, los niños prostituidos en parques, las negligencias médicas o burocráticas- no despiertan en nosotros más que una molestia recurrente. Vivimos absortos en nuestros celulares, en la internet, en home theaters y ipods. Ignoramos todo aquello que signifique dejar nuestra comodidad. Hemos, pues, caído en un conformismo social: estructuras mentales colectivas y pérdida de los valores humanos. Ya que mientras nuestros micro entornos sociales estén medianamente bien, lo demás, no nos importa. La desarticulación del pensamiento crítico es una opción del poder que se fundamenta en la cohesión y control social de las nuevas formas del pensar dentro del sistema. Por ello, el que le otorguemos legitimidad y que lo asimilemos como nuestros nuevos valores, es tan importante para los grupos de poder. Decía Octavio Paz que somos la creación de aquello que vemos. Hoy día, estamos codificados a través de maquilas del alma, de las cuales salimos seriados. Se ha borrado la historia, nos han negado la capacidad de desarrollar nuestra subjetividad. La identidad nacional fue arrebatada: por Mc Donald’s, Coca-Cola, Nike, Levi’s, Hollywood o CNN. Cada día los niños se vuelven adultos a una edad más temprana, los adultos permanecen en un estado en el que se niegan a madurar, y los jóvenes menores de 18 años, sólo son clones sin voluntad sometidos a MTV. Somos robots felices. Ya no tenemos voz propia, nos hemos dejado seducir por la manipulación de los medios, la opinión pública no es más que la invención de unos cuantos. El mundo gira alrededor de la política y el derecho. Y el trasfondo de éstos son los spots publicitarios. Los partidos políticos configuran el mercado electoral y, por medio de mensajes atractivos, son capaces de atraer consumidores. Compramos promesas de campaña, y lo pagamos muy caro. Si nuestro destino era la grandeza que debimos heredar de los Mayas o los Aztecas, hoy lo negamos tajantemente. No fuimos capaces de soportar esa grandeza en nuestras espaldas, y optamos por el camino fácil. La maquinaria del conformismo social es compacta, es capaz de aislar protestas o levantamientos, su poder es tal que con sólo ignorarlo es suficiente, nuestra ceguera se expande hasta nuestros sentidos, secando nuestro corazón. Por otro lado, los contextos educativos deben ser por obligación un contrapeso del poder hegemónico. Si el EZLN tuvo la fuerza y la organización para exigir justicia y redimir lo que nos corresponde como nación, es porque no están contaminados por el conformismo y la autocomplacencia. Es necesario sembrar valores para recuperar nuestra esencia humana, debemos encontrar la forma de integrar nuestras raíces mexicanas con la globalización, reivindicarnos como nación. Quizás sea tiempo de levantarnos y hacer escuchar nuestra voz, antes que la llama se extinga, la caída de la esperanza puede ser detenida.

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