14 sep 2009

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Las nubes negras cubrían, tumultuosas, la ciudad. Crujían bajo mis pasos las hojas secas de estas antiguas calles ahora hechas laberinto. Los gigantescos edificios y las diminutas casas terminaron por ser iguales ante la noche. Donde alguna vez habitaron hombres, vagaban borrosas figuras sin rostro, vestidos como personas, pero ya despojados de toda humanidad. Sin ojos, sin alma. Caminé con gravidez hasta perder la noción del tiempo, como un nómada pierde sus raíces. Algunas veces conocer es destruir, y yo conocía la inutilidad de mi estupor ante aquellas figuras danzantes que semejaban o fueron quizá en una época remota hombres, mujeres y niños. Gregarios, pasaban junto a mi como si yo fuese un fantasma o los fantasmas fueran ellos. En vano intenté que me mostraran un camino, no escuchaban o probablemente no podían ya. Una profunda náusea me arrebató al ver de cerca esos rostros sin forma, sin parangón con nada que hubiera jamás imaginado. Apenas contuve el vómito al ver tan tétrico espectáculo. Me alejé lo más rápido posible de esas horribles figuras humanoides. Pero el laberinto seguía ahí, infinito, inamovible, hostil. Resonaban en mi cabeza los gemidos guturales de aquellas criaturas, como si cien manos rasgaran con sus uñas cien pizarrones. Algo cambió, porque ahora ya volteaban hacia mi cuando pasaba cerca de ellos. Las fragorosas nubes anunciaban que la tormenta ya venía. Las luces de la ciudad eran apoteósicas estrellas que se desangraban, senderos luminosos por el que transitaban sueños pretéritos y promesas distantes. La lluvia vino hacia mi como un torrente dorado. Por un instante sentí que el universo recorría mis venas. Traté de cubrirme en un flamígero edificio que semejaba un templo. A las afueras yacían incontables vagabundos sin rostro, sin nombre. Me acurruqué en un rincón mientras veía aquella beatífica lluvia acariciar las calles marchitas. Hasta que me perdí en un sueño profundo. Cuando abrí los ojos el agua cubría la ciudad como un espejo cubre el alma. Entendí que Borges tenía razón cuando dijo que los espejos tienen algo de monstruoso, porque multiplicaba el número de hombres, y ese laberinto del que no podía despertar se multiplicaba al infinito.