29 abr 2010

4.


La tormenta estaba cerca. El rugir del cielo dio el primer aviso, y el viento arreció; busqué refugio en lo alto de la montaña, un sendero me llevó a una rústica construcción donde encontré restos de pretéritas fogatas; me senté a contemplar la lluvia que efímeramente lo cubriría todo.

El olor a tierra mojada llenó mis pulmones de memorias ajenas y propias, reales e imaginarias. A lo lejos una figura se acercaba, pensé que también buscaba refugio; pero a cada paso su rostro empezó a cobrar la forma de uno de esos recuerdos perecederos.

Sus manos estaban desgastadas, su mirada era vacua, había perdido por completo esa luz de esperanza que alguna vez iluminara noches frías de algún lejano otoño, lejano para su cuerpo y para mi memoria que apenas la recordaba.

La lluvia se deslizaba por su piel como los amantes en la fría noche. Ella, ahora sin nombre, me reconoció de inmediato; taciturna, me miró a los ojos y preguntó porqué había regresado justo en este día. Le dije que necesitaba regresar a donde todo había comenzado a salir mal.

“No puedes revertir el aleteo de la mariposa, no puedes detener los huracanes que ha provocado, ni los que están por venir”, dijo mirando al piso; aunque sus palabras eran para mi, sabía que en realidad hablaba de ella, siempre de ella.

La tormenta se desató con toda su furia. No tenía caso hablar, ambos contemplábamos el fluir de las imágenes de tardes lejanas, tardes que atravesaron mi cuerpo, que ahora era apenas una sombría prisión de símbolos desvencijados.

“¿Alguna vez leíste mi carta?”, su pregunta interrumpió mis recuerdos. “No”, mentí sólo porque no quería desenterrar ante Ella las heridas acumuladas en 10 años de malas decisiones, porque no era Ella; así como no quería decirle que leerla no hizo ninguna diferencia.

“Entonces, ¿crees que si entiendes tus errores, vas a reparar todo el daño que has hecho?”; “Quisiera tener las respuestas, pero no tengo las preguntas; aunque sí sé que hoy tenía que estar aquí”, contesté desganado, estaba seguro que hablarle no era lo que yo necesitaba.

Pasamos bastante tiempo en silencio, la tormenta amainó. “¿Daño a quién?, pregunté creyendo que se refería a Ella; “A todos, a ti sobre todo”, su respuesta me sorprendió, me tomó del brazo y sonrió, “creo que ya debo irme, me esperan”. A mí nadie me esperaba, y no sabía a dónde ir. Nada estaba claro.

“¿Alguna vez pensaste en mi?”, preguntó y en su voz algo quedaba sin decir; “Sí, alguna vez pensé en ti, pero… apenas como algo que está en el ayer”, fui lo más honesto que pude. “Nunca con el mismo rostro, pero siempre tú”, dijo mientras se levantaba, sabía que no la volvería a ver.

El cielo se aclaró, las últimas gotas cayeron en la tierra, mis huellas quedaban marcadas en el lodo.