25 nov 2007

Postdata

Estas ahí, como una gripe mal cuidada. En el balcón, bajo soles artificiales, luna llena de hombres lobos y otros cuentos paganos; estrellas que se quedaron dormidas en el sillón. Me extravío -por tercera vez seguida- en el humo, en los restos calcinados de aquella casa abandonada. Al fin se extinguió tu olor de las sábanas, aunque permanece el sabor amargo en la lengua, en el ojo onírico que se niega a pestañear. El viento frío anuncia el cambio de estación, donde ya no brilla el sol de domingo por la mañana, donde la transparente noche dura un poco más a mi lado. Al menos hubieras disparado de frente, si ya me tenías a quemarropa. Miro desde la playa los fuegos artificiales, converso con los ausentes, las olas me alcanzan finalmente.

6 nov 2007

la última noche del mes


La neblina se colaba por las grietas del Cabaret de la 20 de Noviembre, diluía los colores de la última noche del mes, dejando la apariencia de un perenne blanco y negro, de una vieja película que ya ha sido olvidada por varias generaciones. La banda tocaba una canción de Charlie Parker, mientras que los cuatro clientes que aún permanecían de pie, seguían creyendo después de tantos años, que con una copa más podrían tener -al fin-, sus anhelados dulces sueños.
En punto de las cuatro de la madrugada -apenas cinco minutos después que una lluvia descomunal castigara con una ira lacerante, a los noctámbulos, ebrios y prostitutas de la ciudad-, una mujer entró por la puerta; seis horas antes, todas las miradas de los hombres se hubieran posado en sus piernas, cabello, pechos y ojos, en ese orden; seis horas antes, las mujeres seguirían inventándole defectos, mientras el cantinero intentaría esbozar una sonrisa seductora y ella quizás sin ningún sobresalto en sus pensamientos, ni dolor, ni nada que la pudiera afligir, disfrutaría la noche y reiría hasta caer, sosteniendo en su mano izquierda un botella de whisky.
Su andar era nervioso, tembloroso, distraído, se halaba el cabello como si tuviera un tic. Miraba a todos lados y a pesar de su belleza, en ese momento nadie la notó. Pasaron quince minutos para que la atendieran, suficiente para que el sudor frío se fundiera con el agua de lluvia. La rubia, con la mirada fija en el reloj, no dejaba de apretar con todas sus fuerzas, su pequeña bolsa de mano; su pulso languidecía de repente, bajaba la mirada, veía sus pies mojados, recordaba entonces el beso que le dio su prometido esa mañana al despedirse. Y temía perderlo, temía que todas sus ilusiones se diluyeran al llegar a la estación del tren.
De que sirve la libertad si toda posibilidad de ser feliz te es arrebatada -pensaba mientras se empinaba el cuarto Bloody Mary en una hora-, sería una simple y vacía ilusión, no serviría para nada. Cuando dieron las cinco treinta dio un suspiro tal, que pudo todavía erizar la piel de los desvelados meseros, que imploraban por llegar a casa, se levantó del banco y puso un billete en la barra. No tenía ya tiempo para miedos o dudas, ya no le era posible regresar los pasos andados, ya nunca volverían los largos veranos en el río, ni los paseos por la playa, mucho menos las tardes en las que recogía por toda la calle principal, la alfombra de flores que caían y bañaban a los transeúntes, eso lo sabía muy bien.
La rubia se escondió tanto en sus pensamientos, que no notó que era observada meticulosamente a lo lejos. Salió del Cabaret de forma atropellada, ignorando los gritos de la cajera que con billetes en mano le pedían regresar para darle su cambio, sorprendida de que alguien olvidara tal cantidad de dinero. La persona que acechaba a la rubia se levantó de forma violenta, dejando la cantidad exacta en la cuenta, emanaba mucha serenidad, aquella que sólo poseen quienes que ya conocen con antelación, los acontecimientos que estarán por suceder.
Caminaba tan rápido como la espesa bruma se lo permitía. Cuando notó que la seguían ya era demasiado tarde, le pisaban los talones. A pesar que la Estación estaba al pasar el callejón, el pánico se apoderó de ella, sentía que sus esperanzas se derrumbaban en sus hombros, su rostro se descomponía y sus ojos olor a miel se llenaban de lágrimas, a cada paso le faltaba el aliento y la fuerza, varias veces estuvo a punto de tropezar.
Al entrar, el tumulto en taquilla le dio unos segundos para que se adelantara a su perseguidor, que había abandonado toda mimetización, llenando de preocupación -debido al inaudito desorden en un lugar público- a algunas señoras mayores, que esperaban en la fila exigiendo guardar las formas. En el andén 14 los pasajeros estaban ya abordando, pero no había señales del prometido de la rubia. El reloj marcaba cinco para las seis, el sol se asomaba entre las nubes, reclamando su lugar en el día, en el tiempo, en la vida de los hombres. Y dos minutos antes del alba, la rubia con ojos color miel se quedaba petrificada al ver que su perseguidor le apuntaba a quema ropa. Sabía el escape había llegado a su fin. Entonces una silueta se le adelantó, protegiéndola del inminente peligro. Su prometido, visiblemente mal herido, sostenía una pistola; quedó frente a frente al atacante, como si fuera una película de vaqueros. Con el brazo que le quedaba libre, la apretó fuerte de la mano. El sonido de las dos pistolas, fue seco, violento, ensordecedor, la rubia alcanzó a tapar sus oídos y cayó de rodillas, lo único que supo con certeza, fue que el tren se alejaba sin ellos abordo.